lunes, 25 de octubre de 2010

Insomnio I

La noche empezó dibujando algunas sombras en mi pared, y poco a poco se fue adueñando de los ecos que brotan del asfalto.
Hace tiempo que acepté como inevitable el hecho de que desde mi ventana se vean las luces que nunca quise ver. 
Las noches a veces se parecen demasiado entre sí.
No es extraño, pienso, mientras dejo que las horas se posen lentamente en mi almohada vacía.
No es extraño que mi propia pretensión de humanidad no se parezca más que a esto, una ventana desde la que sólo se ven mis miedos.
Encierro mis esquivos pensamientos, en el mismo momento en que afuera, bestias de envidiable pulcritud eligen dejar de arrastrarse y caminan por las calles con total impunidad.
Desde donde estoy sentado no puedo distinguirlos pero los adivino escondidos en la noche, en las sirenas que cortan el frío, en las manos del mendigo (o en sus uñas negras) extendidas en el gesto suplicante.
Enciendo el cuarto cigarrillo de una larga noche, y mientras el humo me regala una figura recuerdo lo que me preguntaron hace unos días.
Fue en una de esas charlas casuales y sin sentido, que flotan y forman parte del aire cuando se entibia una repetida cerveza.
Yo hablaba como siempre, pretendiendo que mis palabras no resultaran del todo creíbles, y decía que ángeles y sombras y tal vez algún fantasma; y de repente alguien a quien yo no conocía me preguntó si en verdad creía en los ángeles.
Ahora que el humo en mi habitación me regala imágenes desordenadas, no puedo entender por qué aquel día no supe responder.
Ya es demasiado trágico, creo, que en algún lugar del mundo, en alguna olvidada latitud, este muriendo un niño y no exista una palabra franca que pueda describirlo.
Encuentro un papel y como si estuviera tomando nota de lo que debo saber mañana, escribo: “A pesar de todo, la marcha del universo no debe justificarse por mi falta de sueño”.
¿Y si fuera cierto que todo se repite?
Al menos tendría sentido el hecho de que aunque intente esconderme siempre termino formando parte de las masacres más recientes.
A cualquiera le bastaría con salir a la calle para notar que los últimos vientos han perdido su anonimato.
Se perfila cortando el horizonte la torre más alta que ignorancia alguna haya podido imaginar jamás.
No importa cuanto me esfuerce, no logro descifrar a que dioses adoran esta vez, pero mientras elevan sus altares y yo no consigo dormir, se contentan blasfemando en nombre del hombre y recogen la piel y la sangre de quienes donan con gratuita reverencia su ingenuidad.
Considero que durante muchos años hemos sabido interpretar nuestro sencillo papel, como esa línea de humo que ahora sé que no ha dibujado nada bueno.
Afuera empezó a llover como ocurre siempre cuando no tengo nada que hacer, y eso me intranquiliza. Con la próxima sirena que corte la noche nadie escuchará los gritos, o al menos nadie parecerá notar que la mordaza vuelve a su lugar.
 A decir verdad tal vez yo mismo deba interpretar mi papel, y no inquietarme porque la obstinada estupidez siga cobrando altura.
Con cada nuevo día, las oscuras bestias asexuadas se acercan aún más a la divinidad fingida.
El cigarrillo que ahora enciendo no me da respuestas. Más aún, el humo me dibuja un ángel que de a poco se adhiere a la humedad de la ventana, y me vuelve a recordar que no supe decidir si creo o no, y tal vez éste que muere en el vidrio no sea más que el reflejo del que está muriendo en algún lugar, y tal vez ya no importe que la nueva raza de hombres incendie nuestros paraísos personales.
Al fin y al cabo, mientras los resabios de humanidad que nos rodean sigan existiendo sólo debe conformarme el saber con que máscara hay que salir a escena, escondiendo siempre la misma sonrisa involuntaria.
Afuera sigue lloviendo y las horas no desvanecen las apagadas risas de quienes se divierten mintiéndonos un futuro.
Rehago lentamente mis palabras, hojeo sin ganas mis desordenados libros y apago el último cigarrillo.
Cristos, glaciares, planetas, genocidios, terremotos, y yo, aún sin poder dormir.

No hay comentarios:

Publicar un comentario